Históricamente, la presunción de heterosexualidad sobre las mujeres, y la persecución y control sobre su sexualidad han sido tan fuertes, que las acciones explícitas sobre aquellas que disienten, pueden no ser tan siquiera necesarias. En 1935 el ministro de Justicia se negó a incluir a las lesbianas en la ley que penalizaba la homosexualidad masculina. Esencialmente arguyó que las lesbianas eran muy difíciles de detectar. En realidad eso no tenía importancia porque las que eran muy fáciles de detectar eran las mujeres. Los nazis creían más en el poder de la intimidación que en el de la legislación. Los lugares de reunión de lesbianas fueron cerrados y ellas obligadas a parecerse al ideal de feminidad nazi. El camuflaje se hizo necesario para la supervivencia. Después de 1933 muchas lesbianas se casaron para evitar la presión social sobre las mujeres solteras. Pero ser mujer era peligroso en el régimen nazi.
Cualquier mujer podía ser detenida y encarcelada por casi cualquier cosa. Como ocurre todavía, cualquier mujer independiente puede ser tachada de lesbiana. Lo peligroso no eran las lesbianas, sino las mujeres, el sexo de las mujeres, la independencia de las mujeres. Cualquier marido podía denunciar a su mujer por lesbiana, por prostituta, por no cumplir con sus deberes de buena alemana. Cualquier mujer no casada, cualquiera que no tuviera hijos, cualquiera que fuera promiscua o lo pareciera, era sospechosa, sino culpable. El crimen era ser mujer en una sociedad misógina, ser lesbiana un agravante, una circunstancia más. Las mujeres, las lesbianas, eran identificadas en los campos de concentración con el triángulo negro de las “asociales”, el color que los nazis adjudicaban a los socialmente desajustados, y dentro de esta categoría entraba cualquier mujer que desafiara las normas. Su crimen era su propia existencia. Su crimen no era un crimen identificable como el de los gays.
Poco después de que se decidiera erigir en Berlín un monumento a los homosexuales víctimas del nazismo, las disensiones se hicieron patentes en la comunidad gay. Lo que se discutía era si las lesbianas debían ser incluidas como víctimas. Mientras algunos hacían notar que las leyes contra la homosexualidad fueron empleadas específicamente sólo contra los gays, las mujeres enfatizaban que las lesbianas habían vivido en el terror.
El problema es que las lesbianas a veces vienen a subvertir lo que la mayoría de la gente entiende por homosexualidad. Por decirlo simplemente, no todos los homosexuales son hombres y esto no siempre es bien comprendido. Por ejemplo, en el Museo del Holocausto que hay en los EE.UU, las lesbianas no existen más que en relación a los gays . En la Enciclopedia que allí se puede consultar, la palabra “lesbiana” remite invariablemente a la palabra gay. El triángulo rosa y el párrafo 175 de la ley antihomosexualidad de Alemania aparece en la pantalla, asumiendo que el triángulo y la ley hacían referencia a las lesbianas.
No había una novia para Ana en su escondite. En cambio estaba su mejor amigo y pronto adorado Peter Van Daan. El día después de escribir lo anteriormente expuesto, Ana confesaba: “mi necesidad de hablar con alguien ha llegado a ser tan intensa que de alguna manera me he convencido de que he elegido a Peter”, la elección de esta compañía la repelía al principio: “cuando estoy en la cama y pienso en la situación, la encuentro lejos de ser estimulante, y la idea de tener que rogar a Peter, me parece simplemente repelente”.
No obstante todo lo anterior, la relación de Ana Frank con Peter nunca ha sido minimizada por ser considerada propia de una adolescente o causada por las circunstancias o por la falta de compañía femenina. Ana Frank vivió y murió en un mundo similar al nuestro, un mundo que presume que ella era (y debía ser) heterosexual.
Publicado en la Revista Entiendes
Parcialmente traducido del artículo de Amy Elman “Lesbians and the Holocaust”
Parcialmente traducido del artículo de Amy Elman “Lesbians and the Holocaust”